lunes, 24 de agosto de 2009
REVOLUCIÓN POST PUNTOFIJISTA
Nadie puede escapar de su época. Ni siquiera las revoluciones que pretenden cambiar el curso de la historia. Lenin y Stalin no pudieron reflejar algo distinto a siglos de zarismo, el cual todavía perdura con Putin y su régimen. Fernando Mires lo planteó muy bien en su texto “La revolución que nadie soñó”. A pesar de la crítica al pensamiento moderno, la postmodernidad no desdeña de su pasado, lo incorpora, lo comprende, pretende ir más allá de una utopía progresista basada en la ciencia y en la moral kantiana. Entiende que para ir más allá de la ciencia, hay que conocerla a cabalidad y comprender para que sirve y para que no. La arrogancia de los postmodernos, no tiene nada que envidiar a los defensores de la cientificidad, pero no se atreven a negar la validez del conocimiento científico.
Para desgracia nuestra, y como el personaje de Moliere que no sabía que hablaba en prosa, los que se sienten próceres del proceso político que vivimos en Venezuela, cuyos protagonistas se creen poseedores de una supremacía moral, no se dan cuenta que encarnan lo peor del llamado puntofijismo, entiéndase al régimen derivado de la firma del pacto de Punto Fijo, donde Acción Democrática, Copei y Urd establecieron las bases de lo que sería la democracia representativa que imperó en Venezuela hasta la aprobación de la constitución de 1999.
De lo bueno del régimen anterior se tenía la conciencia del espíritu democrático, donde todas las opiniones podían coexistir, mientras no intentaran derrocar la democracia establecida. Existía un respeto indiscutido al ganador de las elecciones. Pasados los dimes y diretes y la desconfianza que pudieran generar algunos resultados electorales, una vez proclamado el ganador, éste era considerado como legítimo por todos sus adversarios. El espíritu de consenso, igual fue otra de sus características principales. Las críticas a los proyectos de leyes y propuestas de políticas se escuchaban y se trataba de lograr consensos en torno a ellas. Consenso de élites, ciertamente, pero avalada por las inmensas mayorías nacionales.
Todo este espíritu de unión, se acabó con la elección de Chávez en 1998. La primera muestra que no estaba dispuesto a conciliar, la dio con la aprobación de la ley habilitante en el año 1999. El acuerdo logrado en el congreso fue aniquilado desde Miraflores e impuesta una ley habilitanteen la que el Congreso finalmente no tuvo nada que decir. Igual ocurrió con la propuesta a la reforma de la ley de educación aprobada en primera discusión en el año 2001; nacida del consenso entre diputados oficialistas y representantes del sector educativo, recibió el batazo de Sammy Sosa desde Miraflores.
El desconocimiento a la voluntad popular cuando esta es contraria a los deseos del líder acabó con lo fundamental de la democracia puntofijista. Del espíritu de consenso y de respeto a la voluntad popular y a las minorías pasamos a la intolerancia, a la dictadura de la mayoría, al irrespeto a las opiniones disidentes. Ledezma despojado de sus atribuciones y recursos. Carreteras, puertos y aeropuertos traspasados al poder central, a pesar de ser competencias exclusivas de los gobiernos estadales. Las leyes son aprobadas desde directrices de Miraflores, sin escuchar ninguna de las críticas a éstas. Hasta allí lo revolucionario.
Mantenida por una hiper-renta petrolera, el sistema puntofijista se deterioró en sus cimientos éticos. El burocratismo predominó sobre la eficacia. Un sistema exagerado de reglas hizo casi imposible que las obras se concluyeran. Esta a su vez se convirtió en el caldo de cultivo de una pasmosa corrupción. Cualquier funcionario poseedor de un sello y de una firma autorizada, usaba ese poder para obtener su tajada de renta por vías para-legales. La dependencia de la renta petrolera, impidió que se desarrollaran fuentes alternativas de ingresos distintos a la venta de petróleo. Para finales de 1998, el petróleo seguía representando el 90% de las exportaciones de la República. A pesar del consenso y de la tolerancia, a pesar de la democracia, la Venezuela de comienzo del siglo XXI, estaba tan socialmente atrasada como la de los sesenta.
La revolución que se autodenomina como bolivariana y hoy socialista, poco ha hecho para acabar con estos vicios puntofijistas. Acabo con la tolerancia y el espíritu de consenso, pero mantuvo su corrupción, su ineficacia y su dependencia a las economías externas. Era obvio que la revolución no podía generar al hombre nuevo, si estaba plagada de la cultura puntofijista de gobernar. A pesar de las tres R (revisión – rectificación- reimpulso) que el gobierno pregonara como acto de contrición una vez derrotada la propuesta de reforma constitucional, la corrupción sigue siendo la única manera de entender lo público, mientras que un sistema hipernormativo no solo impone la rigidez gubernamental y lo hace totalmente ineficaz, sino que a su vez entorpece las iniciativas individuales de los privados, constriñendo cada vez más el aparato productivo y las posibilidades de bienestar. Peor que en las mejores épocas previas al viernes negro, el país vive de las importaciones pagadas por la renta, solo que en aquella época el gobierno trataba de mantener una ineficiente política de sustitución de importaciones, hoy tan abandonada como si fuera un gobierno neoliberal.
Dudo mucho que vivamos una revolución, pero puntofijista claramente es. Por lo menos desde un punto de vista.
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